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14.9.10

Personajes


Es inevitable agrupar lo que se cuelga a la vista en unas paredes. Todo termina haciendo cadena, juntándose para hilar un cordel lo suficientemente extenso como para amarrarse a nuestro temor más íntimo, y permitirnos entonces encontrar una salida, una forma, un sentido. Ariadna sabía de estas cosas, y también Magdalena.
Estas fotos muestran su vocación de colección, todas ellas enmarcadas hacia dentro por unos gruesos bordes de puntilla, unos trazos que han limitado y adornado convencionalmente las formas femeninas, sus atuendos, sus sábanas, sus abanicos, su ropa interior, sus cortinas, sus manteles, sus fotos. Algo de ello pervive en la repostería, en esas tortas claras y dulces ofrecidas como adorno y alimento superficial, ese que no existe para quitar el apetito, sino para estimular nuestro deseo. Ariadna también sabía esto, y a Magdalena le encanta. Es que el misterio es ante todo condición de lo femenino. O mejor dicho La Mujer es misterio y causa, odre y fuente, donde se ampara lo que no tiene imagen, pero de lo que proliferan todas que las andan dando vueltas por allí (y por aquí).
Magdalena es entonces profetisa. Le gusta calzarse un turbante, pararse sobre una alfombra roja, y con una sonrisa juguetona traernos un retazo de futuro, una especie de dimensión premonitoria hecha de pases imaginarios salidos de la baraja de una gitana traviesa. Sabe que las fotos tienen varias dimensiones. Son como esos gallos erguidos sobre las direcciones cardinales movidos por el viento y el tiempo. Indomesticados y volubles soportan bien su contradicción de origen: se ufanan de su anacronismo, y se ofrecen como promesa de futuro. Del pasado persiste una huella que desde el comienzo está horadada, un registro investido de trascendencia imposible, huidiza, inundada de convenciones, que en algunos casos invocan la presencia de algún dios fatuo, de esos que andan en grupo animando las cosas, haciéndolas cambiar de pronombre, llevándolas de eso a ese, a él o a ella. Esos objetos se han vuelto sujetos, al menos eso pretenden mirándonos, haciendo esos ruidos inaudibles. Esa mutación los ha torcido, los ha rasgado, les ha abierto una boca y no cesan de hablar, y de no decir nada.
El futuro se monta sobre esa libertad, sobre esa animosidad, cuando esas figuras del pasado se vuelven el rostro que lo destroza con su mueca, su grito o su risa muda.
Además una colección por lo general está hecha de objetos separados de su utilidad, huérfanos de servicio y de sentido. Pierden algo y ganan otro tanto. Se vuelven insulsos como productos, pero ahora cargan con algo extraordinario: alguien los ha seleccionado y los ha agrupado, los ha resguardado y cobijado, y han cobrado un brillo y una pátina, un exceso que también traen esos ojos que nos miran en las fotos desde el otro lado del tiempo. Las colecciones compulsan a la síntesis, pero también amparan un misterio.
Magdalena también es devota, le gustan las estampitas y los panteones, los figurantes que se ofrecen como íconos, los intermediarios capaces que torcer destinos o alumbrarlos. En este caso se trata de una sacralidad caída, de un resto trastornado. El misterio se ha vuelto comedia, pero aún así sigue siendo misterio. La risa no lo dice todo, sólo se ríe de donde proviene, pero no de lo que anuncia.
Podríamos hacer el intento de tirar estas representaciones sobre la mesa, construirnos un esquema de revelación, imponer una forma de ordenación y de manifestación de imagen por imagen. Incluso sería posible pautar figuras para contener a las fotos: ordenarlas en cruces, estrellas, círculos, rombos, etc Comenzar colocándolas todas de reverso, todas semejantes, y luego darlas vuelta para que inmediatamente comience la erupción ineludible de relaciones, significaciones, valoraciones, y demás yerbas por el estilo. Dos cosas no se pueden evitar: dar vuelta las fotos y ordenarlas en una forma determinada, aunque sea tirándolas como en un sorteo televisivo. En el anverso está lo humano, la diferencia, y en el orden el límite y la posibilidad. Ahí está el misterio, las figuras son meras máscaras, pero Magdalena no puede dejar de tirarlas, ni de ordenarlas. Cada vez que lo hace se pierde, se sujeta y también se libera, se postra y se eleva, se vuelve personaje y por supuesto también demiurgo. 
Carlos Gindzberg

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gran post. No se puede esperar a leer los siguientes:)